martes, 4 de noviembre de 2014

Santa Marina de Valdeón

Mientras las nubes, deshilachadas, convertidas en jirones de niebla, se aferran aún a las altas cumbres, un creciente círculo azul inunda de luz los apretados tejados de Santa Marina. Son las cinco de la tarde de un desapacible domingo de octubre, que, ahora, empieza a cambiar.


Por las calles estrechas y limpias de Santa Marina apenas se oye un trajín de mesas y cacharros procedente del bar la Ardilla Real.
—Es bonito este sitio, ¿verdad?
—Sí, sí que lo es. Y tranquilo, además.
La mujer de la ventana vuelve a sus quehaceres después de decirme que pasa los inviernos en León, donde incluso hace más frío que aquí.

El sol, el silencio y un mortecino aquilón me acompañan en mi paseo, corto paseo, hasta la iglesia.
Al lado del templo, un feraz ciruelo deja caer sus pequeños y sabrosos frutos sobre las losas de piedra. Nadie los recoge. Allí mismo acaban de madurar y se pudren.



Un hombre mayor, de trabajosos andares y espinazo encorvado, sale de su casa. No me habla, ni siquiera me mira. Quizá no le gusten los tipos como yo. Esos que rúan las calles de su aldea con una cámara de fotos en la mano, tratando de lograr un encuadre aceptable de uno de los muchos hórreos del pueblo. Hórreos que acumulan bajo su panza toda suerte de cachivaches, como si alguien hubiera querido romper adrede la estética del pasado.


Doy media vuelta. Ya no se oye ningún ruido; sólo el débil susurro del viento y el trote lejano de los finos caballos de la Yeguada del Cares.

Sin turistas, casi sin vecinos, Santa Marina se queda en silencio, agazapada en su nido de montañas, como aguardando, impasible o resignada, el blanco y cercano abrazo del invierno.






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