lunes, 23 de febrero de 2015

Sus scrofa


«Es muy posible que dentro de algunos años sea imposible atajar esta explosión demográfica del jabalí. [...] Entonces éste será un ejemplo más de cómo la destrucción arbitraria del equilibrio natural, al eliminar a los predadores, se revuelve contra el hombre ocasionándole pérdidas muy superiores a aquellas que intentaba evitar» (Félix Rodríguez de la Fuente, 1970).

«Pues lo mismo les sucede a los hijos de los hombres que a las bestias: como mueren las unas, así mueren los otros, y todos tienen un mismo aliento de vida. No es más el hombre que la bestia, porque todo es vanidad» (Eclesiastés 3:19).




Uno

Una lluvia fina se desprende de un cielo de ceniza. Empapa el rico suelo del bosque saturado de colores amables.

Huele a tierra húmeda y a líquenes que vuelven a la vida tras la sequía. Los jirones de niebla suben por las laderas envolviendo con la ropa del misterio los robles centenarios.

El bosque recupera, por unos instantes, su secular quietud, vuelve a ser el hogar ancestral, íntimo y benefactor.

Tras las empapadas escobas, la familia de jabalíes se entrega despreocupada a su afición favorita y sus miembros retozan en el barro de las bañas entre gruñidos, saltos y carreras.




Dos

Desciendo del Yordas hacia el paso que, por la Pared, conduce a los Puertos Pirenaicos.

Cuando avisto el collado, observo en él una mancha de color amarillo chillón. Es un cazador vestido con chaleco reflectante que aguarda apostado.

Doy media vuelta para bajar por el collado Baguyoso, pero enseguida me detengo. Sin crampones, la bajada por la ladera norte puede resultar complicada; además, la batida probablemente llegue hasta la majada Burín. No sé qué hacer.




Mientras espero entre las rocas, unos cincuenta metros por encima del cazador, oigo los gritos de los batidores y los ladridos de la jauría que ascienden por el valle. Poco después, dos ruidos sordos retumban en la montaña.

Me asomo. Junto a la mancha amarilla hay ahora otra de color oscuro, inmóvil. El cazador deambula alrededor de su presa.

Poco después aparecen un batidor y dos perros que muerden desaforadamente el cuerpo que yace en el suelo.




Me descubro y desciendo hacia ellos, que me miran con cara de sorpresa mientras tiran penosamente de una cuerda a la que han atado el jabalí.

Les pregunto que si la cacería ocupa también la pendiente que da a los Puertos Pirenaicos.

Me dicen que no.

—¿Nos puedes ayudar a subir este cacho bicho hasta el alto? —añade el cazador.

Pongo cualquier disculpa y me voy en dirección contraria.

—Pero ¿adónde vas por ahí?

Hago como que no oigo y me alejo en silencio.

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